Como cada mañana me levanto, abro las cortinas y me asomo a la ventana. Me encanta ver el va y ven matutino de la gente. Veo un niño, agarrado de la mano de su madre, aferrado con fuerza, se muestra reacio a soltarla. El anciano escuálido y de gesto hosco, pasa al lado del kioskero, quien vende con sus mejores estrategias sus nuevos números.
Pero hay algo nuevo... una suave y casi inapreciable melodía llega hasta mis oídos.
El sonido del solitario violín se mezcla con las gotas de lluvia que comienzan a caer. Ambas se unen, con total armonía. Los rostros de la gente cambian, se precipitan a correr para evitar que el gua de lluvia que comienza a apretar, los traspase.
Pero percibo algo en la cara del violinista, algo que me llama especial atención. Siento, percibo como si se hubiera unido con la música que emite el desvencijado instrumento. Un sentimiento de entrega, reflejado en el rostro de alguien que siente auténtica pasión por lo que hace.
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